Bruno Gallo.
bruno_gallo@yahoo.com
Una especie de anomia generalizada se esparce por nuestras ciudades y su vida cotidiana. Hemos visto en los últimos tiempos como las más importantes del país han vivido un intenso proceso de deterioro.
El servicio de aseo urbano no logra mantener las ciudades ni siquiera medianamente limpias, el caos vial las paraliza, los espacios públicos están indiscriminadamente ocupados por el comercio informal, el deterioro de los centros históricos, las áreas verdes, el ornato de la ciudad, la desaparición paulatina de monumentos, barandas o cualquier mobiliario urbano que contenga metales reciclables, son algunos de los indicadores de ese deterioro.
Ciertamente una parte del problema está íntimamente vinculada a deficiencias en la infraestructura de la ciudad, pero estas líneas se ubican en una perspectiva según la cual el problema es más de orden político y educativo.
La ciudad y lo público.
En muchos lugares del mundo, es clara la perspectiva en la que lo público es de todos los ciudadanos y por lo tanto es menester que todos lo protejan, lo cuiden y mantengan. En nuestro país se ha impuesto una visión paradójica: lo público NO ES DE NADIE, por lo tanto no se tiene ninguna responsabilidad con su cuidado y mantenimiento, pero además, como no es de nadie el día que algún particular lo necesite puede tomarlo para sí, ocuparlo circunstancial y temporalmente, como comerciante informal o estacionando su vehiculo, o de manera mas definitiva habitándolos o usufructuando el espacio. Las autoridades municipales venezolanas saben perfectamente que enormes cantidades de espacios públicos y terrenos municipales están al servicio y beneficio de intereses particulares (y no precisamente de los sectores populares)
En este punto es donde aparece el Estado que hemos padecido los venezolanos durante los últimos cincuenta años. En condiciones normales, a los organismos encargados de hacer valer las leyes les correspondería restituir la condición de públicos a los espacios que tengan esa cualidad. Pero muchos actos en los que lo público se privatiza según esta lógica perversa no son de carácter individual sino colectivo, no lo cometen individuos sino grupos de comerciantes informales, líneas de transportistas, motorizados o grupos de presión en general, el valor electoral aumenta y los intereses políticos clientelares pasan a tener una importancia capital. En ese momento el ciudadano pierde su condición y se convierte en cliente que recibirá determinadas prebendas a cambio de la tarifa indicada. Es decir, te conviertes en “seguidor” del partido que detenta el poder en ese momento y a cambio se privatiza un pedazo de la vida pública de la ciudad o se te permite saltarte alguna norma. Valga decir que en este punto el comportamiento político venezolano no ha cambiado en nada en el lapso que va desde 1958 hasta hoy y si ha cambiado lo ha hecho para que el proceso sea cada vez mas intenso.
¿Cliente o ciudadano?
Si la relación del ciudadano con lo público está mediada por un estado burocrático cuyo único deber es mantenerse en el poder a toda costa, entonces deberes y derechos pierden todo sentido y son sustituidos por una negociación permanente y su objetivo es que los burócratas tengan el anhelado apoyo de sectores determinados y esos sectores a cambio tengan la canonjía que esperan. Así pues, el orden urbano, el tráfico automotor, el mantenimiento de las áreas verdes, plazas y espacios públicos en general, es decir: La ciudad y su amabilidad, son una ofrenda sacrificable en el altar del clientelismo y la sanción se concibe como un atentado contra el proyecto político en su afán de aglutinar adeptos.
El ejercicio de la autoridad en la política clientelar no consiste en velar por el cumplimiento de la ley como resultado del pacto social y expresión de la búsqueda del bien común, sino como acción arbitraria: prescindible cuando los intereses políticos lo indican y aplicable cuando no hay elementos de negociación en mesa. Por supuesto que semejante lógica termina por relajar todos los mecanismos de la aplicación de las leyes que garantizan el orden en la ciudad, hasta el punto que convierte al responsable de aplicar la norma en un objeto decorativo. Hoy podemos ver como se cometen todo tipo de pequeñas violaciones del orden urbano, desde construcciones ilegales hasta infracciones de transito, frente a la mirada complaciente a veces, ausente otras de ingenieros municipales o fiscales de tránsito por igual. Lo que parece claro es que la permisividad ante las pequeñas violaciones solo empuja a la comisión de mas y mas grandes trasgresiones al orden urbano.
Renglón aparte merecen las autorizaciones a Centros Comerciales servidos por una vialidad secundaría, edificaciones que violan hasta la más elemental variable urbana relativa a densidad, altura, retiros, etc., siempre que se pague la tarifa indicada. Cabe destacar que, lejos de lo que algunos piensan, este vicio, como muchos otros, no lo inventaron los gobernantes de turno, ellos solo son dignos herederos de vicios que son parte ya de la identidad nacional de la administración pública.
Las implicaciones de este proceso no se reducen a la situación que hemos vivido desde hace casi cincuenta años y que la densidad poblacional y los ingresos petroleros están llevando al límite de lo soportable, lo verdaderamente grave es que al convertir la relación clientelar y el desorden en el santo y seña de la relación entre la gente y las autoridades que deberían planificar, controlar y ordenar, se mata la ciudad al tiempo que se mata al ciudadano como sujeto de deberes y de derechos: Se mata la democracia verdadera y en su lugar un remedo, una vana ilusión aparece.
La aceptación del conjunto de normas y reglas que hacen posible la ciudad, el respeto al derecho difuso de los ciudadanos a un cierto orden, la preocupación por los espacios públicos y su cuidado te hace más que un habitante de la ciudad, te convierte en ciudadano, que al participar en el adecentamiento de su entorno se vuelve protagonista y se acostumbra al ejercicio cotidiano de deberes y derechos.
No es posible sustituir al ciudadano por un cliente y suponer que la participación democrática quede intacta. No es posible construir democracia con habitantes despreocupados por su entorno urbano. No es posible una democracia sin ciudadanos.
Así pues, en los semáforos, avenidas, aceras, parques, plazas y jardines de la ciudad, en el respeto a las variables urbanas, nos estamos jugando mucho más que una ciudad humana y habitable (que ya es bastante), nos estamos jugando el sistema político, en su esencia.
Al debilitar la percepción de las normas urbanas como reglas elementales para la convivencia se le hace un flaco servicio a la democracia participativa, en el espacio más inmediato a la gente. Ahora bien, para que los ciudadanos se comprometan con esas normas, ellas no pueden ser el resultado de una reunión de expertos en un conciliábulo, ni normas vetustas que nada tienen que ver con las realidades actuales. Las normas deben surgir de la realidad y deben ser creadas y discutidas con la gente. Es la forma de lograr un compromiso sin ambages de los ciudadanos con las normas que creo y/o discutió intensamente.
Una vez que esto se logre se deben retomar las campañas educativas, en todos los niveles de la educación formal y en todos los medios de comunicación y difusión de ideas. No se trata de las vacías campañas para ser “un buen ciudadano” de manera acrítica e irreflexiva. Luego es menester que las autoridades locales, regionales y nacionales entiendan que la tolerancia con las violaciones de las normas y leyes urbanas solo propicia violaciones mayores y más frecuentes.
El ejercicio de la condición ciudadana en el rescate, preservación y mejoramiento de la ciudad, es sólo un paso en la construcción de una democracia más plena. Robusteciendo al ciudadano se robustece el ejercicio democrático.
Publicado en la Revista de La Cámara Venezolana de la Construcción
domingo, 18 de abril de 2010
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